
“Digamos que tengo un plan para derrotar a Ruiz el sábado. Él sale y me conecta con un buen golpe, ¿cómo lidio con una situación así?”
—Anthony Joshua.
“La carrera de un ogro tiende a ser una calle de un solo sentido con un precipicio al final”
—Hugh McIlvanney.
Muchas imágenes debieron pasar por la mente de Anthony Joshua mientras el réferi Michael Griffin le preguntaba si quería continuar. Tras sufrir una cuarta caída, Joshua se retiró a una esquina y asintió a la pregunta del réferi, aunque no con la ansiedad y la desesperación con que contesta un peleador que quiere convencer al tercero en el ring que aún no está acabado. (¿Cuántas veces hemos atestiguado esa desesperación, para engaño de nadie?). En vez de eso Joshua se recargó en las cuerdas y ante la invitación urgente del réferi para continuar la pelea, musitó una débil afirmación. Y sin ninguna gana real de seguir peleando permaneció en la esquina, mientras Andy Ruiz Jr.—de todos los posibles candidatos—se llevaba sus tres cinturones a casa.
Bien se dice que pasado el toro todos somos Manolete. Ahora muchos quieren ver en las actitudes de Joshua signos de ansiedad, de que algo no estaba bien del todo. Y se quiere ver más en el underdog, en Andy, y los conocedores quieren recordarnos que Andy siempre fue un peligro real para Joshua. Sí, en la categoría de los pesados, como bien dice el dicho, un golpe puede acabar con la fiesta. Pero los momios no se ofrecieron para justificar una mentira ni hacían menos a su nuevo oponente. Si acaso, respetaban lo que la mayoría de los rankings han venido diciendo en los últimos meses: Andy Ruiz Jr., con ser un buen peleador (que hace no mucho había perdido por puntos ante un buen contendiente, Joseph Parker) no se encontraba entre los mejores diez del mundo. Entran las preguntas. ¿Cómo, entonces, pudo maltratar a Joshua de esa manera? ¿De dónde provenía su confianza, su convencimiento?
La manera en que ambos llegaron al boxeo no puede ser más radicalmente distinta. Joshua entró a un gimnasio a los dieciocho años, una edad en que la mayoría de los boxeadores es ya un profesional o se encuentra en vías de serlo. Sus virtudes físicas, su inteligencia, su dedicación, lo hicieron florecer muy pronto. A los cinco años de haber entrado a un gimnasio de boxeo ganó el oro en los Juegos Olímpicos de 2012.
Ruiz, en cambio, conoció el boxeo desde sus raíces más profundas, desde el miedo de un niño enfrentado a oponentes mayores, maduros; desde la monotonía de los olvidados gimnasios en que un viejo entrenador espera paciente encontrar a un futuro campeón; desde el dolor de las primeras peleas en ranchos y gimnasios polvosos; en los encuentros de campeonatos juveniles, estatales, nacionales; incluso desde la tragedia que asola al boxeo en encuentros sancionados por autoridades corruptas. Ruiz conoció eso y más. De ambos, y en términos estrictamente boxísticos, Ruiz poseía más experiencia que el propio Joshua.
Al llegar a Nueva York ambos tenían una urgencia: Joshua tenía que convencer a América; Andy tenía que convencer a todos, en especial a México. Para Joshua la pelea con Ruiz era parte del marinamiento que él y Deontay Wilder hacían de la pelea más atractiva y jugosa del boxeo. Pelear por primera vez en América, en el MSG, y hacerlo con contundencia, se convirtieron en una necesidad estratégica. Para Ruiz era una oportunidad única que podía definir el resto de su carrera: seguir el camino de un Chris Arreola o seguir gravitando como uno de los contendientes menores alrededor de las tres grandes estrellas de la división de los pesados.
El viaje de Joshua a América tuvo más preguntas que respuestas. Pero sus preguntas lo hacían parecer más un intelectual que un boxeador. Aterrizó en Miami con el convencimiento de que tenía que justificar su presencia en la tierra de Deontay Wilder. “Digamos que tengo un plan para vencer a Ruiz el sábado. Él sale y me encuentra con un buen golpe. ¿Cómo lidio con esa situación?” se preguntó Anthony Joshua, como si nunca hubiera caído a la lona a manos de Vladimir Klitschko para luego levantarse y conseguir la victoria.
Fueron tantas las dudas que Joshua reclutó a un psicólogo deportivo e incluso se entrevistó con algunos Navy Seals de élite que le contaron cómo son sus reacciones en el campo de batalla, en medio del estrés más inaudito. Joshua subió filosóficamente al ring y se encontró con un profesional acabado que si no contaba con su éxito sí poseía tanta o más experiencia amateur y profesional.
¿Y Ruiz? Ruiz simplemente creció en Imperial rodeado de migrantes y narcotraficantes. Ruiz creció y maduró en la misma región del sur de California ciudad en que William T. Vollmann descubrió que los mexicanos son seres impenetrables, especialmente para los gringos inquisitivos; en el mismo lugar que Trump visitó para inaugurar una nueva barrera que contuviera los mexicanos que buscaban llegar a Calexico. ¿Ruiz? Ruiz simplemente perdió a dos amigos en el ring: a Alejandro Timón Hernández, después de una brutal pelea con el Topo Rosas, y a Francisco Frankie Leal, que tras ser noqueado por Raúl Hirales salió en camilla hacia La Paz y luego a San Diego, donde finalmente murió.
Así que mientras Joshua comenzaba a preguntarse cómo podía sentirse más confortable en el negocio del boxeo, Andy ofrecía, con la experiencia del caso, su propia vida en el ring. Fue entonces cuando las cosas se nivelaron. Al ring subieron dos estados mentales diametralmente opuestos, uno que se hacía preguntas; otro, que exigía respuestas.
El sábado 1 de junio Andy Ruiz Jr. derrotó a Anthony Joshua en el séptimo round, luego de propinarle cuatro caídas. La hazaña ya está en boca de todos. Ruiz hizo realidad su sueño de una manera muy pocas veces vista. Fue una bendición para una vida dedicada al boxeo. Para Joshua puede ser una bendición disfrazada, porque ahora, al menos, parece estar más cerca de encontrar una respuesta a sus más preocupantes preguntas.